martes, 19 de junio de 2012

La Vida Eterna...

¿Acaso tenía sentido la vida que había llevado? No lo creía;  pero, a decir verdad, nada sabía. No le tocaba juzgar.
Más allá, el anciano de barba blanca estaba entre los suyos. Los  escuchaba y también les hablaba en su auténtico dialecto  galileo.  Pero a veces descansaba la cabeza sobre sus grandes manos y  quedaba unos momentos silencioso. Pensaba tal vez en la ribera de  Genezareth, donde hubiera querido morir. Pero su destino no le  pertenecía. Había encontrado en el camino a su Maestro y Este  le  había dicho: «Sígueme». Y tuvo que seguirle. Miraba delante de él  con sus ojos de niño, y de su viejo rostro arrugado, de mejillas  hundidas, emanaba una gran paz.
Los llevaron para crucificarlos. Fueron encadenados de dos en  dos; pero como no había número par, Barrabás, que caminaba a la  cola del cortejo, fue encadenado solo. El azar lo quiso así. Y se  encontró solo al final de la fila de las cruces.
Había mucha gente y mucho tiempo pasó antes que todo  hubiese concluido. Pero los crucificados no cesaban  de dirigirse  palabras de consuelo y de esperanza. A Barrabás nadie le hablaba.
A la hora del crepúsculo los espectadores ya se habían  marchado, fatigados de estar allí, de pie. Y por otra parte, todos los  condenados habían muerto.
Sólo Barrabás seguía colgado, con vida aún. Cuando sintió  llegar la muerte, a la que siempre había tenido tanto miedo, dijo en  las tinieblas, como si a ellas hablase:
—A ti encomiendo mi espíritu.
Y entregó su alma.